sábado, 1 de octubre de 2016

Día 31 - Final

«La literatura se parece mucho a la  pelea de los samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea  contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura.»

Roberto Bolaño.


Dedicado a Elías Gómez Monreal, por hacer posible este blog con su dureza Gómez y su locura Monreal.

Amanece en la gran gran ciudad. El sol se toma su tiempo, tiene un largo camino por delante. Primero invade las carreteras, el asfalto. Poco a poco se posa en los árboles y en las laderas de las montañas. Escala lento pero severo, calentando como sólo él puede hacerlo. Calentando animales y plantas, caminos, aire puro. Él sabe que lo mejor viene después, cuando llega a las cimas y observa esta ciudad extraña. Una ciudad que no es la mía, ni la suya. Una ciudad que no es de nadie. Una ciudad apelotonada a lo largo, del sureste al noroeste, como si quisiera proteger la ría del Nervión. Los edificios protegen las aguas turbias y el sol se une a ese cometido. Las aguas transcurren lentas, fatigosas, llevando en sus tripas los resquicios del pasado, la industria sumergida y las lisas. Las lisas, conocidas aquí como mubles, son los auténticos habitantes de la Gran Bilbao, su vida transcurre entre el fango, en la oscuridad de las profundidades. Peces que buscan sustento, restos de algas y lo que puedan llevarse a la boca. El sol sabe que necesitan su calor, pero las lisas son recelosas, y sólo la lluvia las puede alterar. Las he visto apelotonarse en la superficie durante las tormentas, pero al amanecer están adormiladas, y tanto el sol como yo pensamos en ellas constantemente, nos detenemos a tratar de observarlas y nunca, nunca las olvidamos. Pero no sólo los mubles necesitan al astro rey. Su llegada es esperada en todos los barrios de la ciudad. En los tejados del casco viejo, en las pequeñas buhardillas de Sanfran. Pintores, ladrones, camellos, dependientes, hosteleros. Todos salen de la cama preocupados, pensando en el ansiado dinero, en sus amores perdidos, y sin saberlo se comportan como oscuros peces. Necesitan amor que llevarse a la boca, y al despertarse todavía están turbados por el deseo esencial, el recuerdo de sus padres y hermanos, el sexo de sus amantes y numerosas fantasías que sus mentes han reconstruido durante la noche.

El sol avanza tiñendo de amarillo todos los lugares: Deusto, Barakaldo, Portugalete, Getxo y el antiguo puerto industrial de Santurtzi, que es como una lápida. Una ruina tranquila que siempre mira al mar y no se preocupa por el pasado, no tiene nada que demostrar. Sus naves abandonadas y sus muelles hablan por sí solos. A partir de aquí sólo hay mar, dicen. Ya lo has iluminado todo.

Como un muble más, yo todavía estoy dormido cuando doy los primeros pasos del día y me mezclo con el resto de peces en la vorágine de las nueve de la mañana. Sí, también estoy pensando en mis padres, en mi hermana, en mis amigos, en amantes que alguna vez contenté. También ansío el afecto con todos mis dedos, y me pregunto numerosas cuestiones mientras subo al tren. Cuántos golpes resistiría mi pequeño cuerpo en una pelea, si se doblaría al primer puñetazo y caería al suelo, o si por el contrarío se mantendría firme y digno. Y más. Cuán necesario es el trabajo que todos andan buscando. Hasta qué punto es necesario vivir alrededor del Nervión.

El tren transcurre por oscuros túneles mientras lleva en sus tripas a numerosos seres recelosos del sol.

Llego a un edificio de oficinas y mientras subo en el ascensor observo mi cuerpo en el espejo. Yo mismo no parezco yo mismo. Llevo la única camisa que mi madre empaquetó, un pelo corto y arreglado, no hay barba. El aspecto listo para contentar a otros. Y me pregunto qué diferencia hay entre una camisa y una camiseta. Entre unas playeras y unos zapatos marrones. Entre una cara lisa y una peluda. Después aguanto otra avalancha de preguntas. De nuevo miradas fijas que intentan desentrañarme, quieren descubrir mi futuro a partir de mis gestos, de mi forma de mover las manos y las piernas. Yo estoy convencido de que no van a descubrirme. Me digo: tú eres un cazador furtivo. Preguntan.

¿Te ves trabajando en la misma empresa durante diez años?

Sí, miento yo.

¿Cómo afrontas la presión y la excesiva carga de trabajo?

Bien, miento.

¿Cómo sería tu trabajo ideal?

Sin escribir, miento yo. Sin escribir ni una palabra. Sin pensar apenas. Comiendo comida precocinada día sí y día también, trabajando ocho horas al día, olvidando a mis amigos y a mis padres, olvidando el sitio en el que nací y crecí, trabajando para largos procesos industriales que soy incapaz de comprender y prever. Asesinando a la poesía y a los poetas. Olvidando a los mubles, olvidando el sexo, olvidando los templos oscuros. Pensando que una entrega a tiempo es una victoria, pensando siempre en el producto. Viviendo para el producto, creyendo ver belleza en su manufactura. Sirviendo el producto como si fuera medicina. Y por último, arrastrando a todos. Arrastrándolos a todos a mi modo de vida, haciéndoles creer que lo establecido está demasiado asentado, que la gran maquinaria occidental no se cuestiona.

Muy bien, me dicen ellos. Ya te llamaremos.

Entonces bajo de nuevo a la calle y el día está muy despejado. No hay ni una sola nube en el cielo, el sol está radiante. Camino solo y guardo el llanto dentro, convierto el dolor y el cansancio en una pelotita muy pequeñita situada dentro de mi intestino. Miro la ciudad mientras camino y me detengo en las ventanas de los edificios de pisos. Recuerdo a mi padre.

«Cuando yo tenía tu edad y recorría las calles de Santiago, de Sevilla y de Zaragoza, no podía evitar mirar las ventanas de las casas por la noche. Veía las luces encendidas e imaginaba platos llenos de comida caliente, familias sentadas a la mesa, el televisor encendido y los cómodos sofás de los salones. Miraba las luces constantemente y me preguntaba si yo alguna vez tendría un hogar y una familia.»

Cuando paso frente a una farmacia pienso en mi madre. Todas las farmacias del mundo me recuerdan a ella. Siempre intento imaginarla detrás de un mostrador, con su bata blanca y su sonrisa radiante. Mi madre trabajando todos los días de la semana salvo los sábados. Mi padre en el fondo de una gran tienda de colchones. Pronto llegará el frío y ese local es como un demonio, difícil de calentar. Mi hermana abriéndose hueco en otro país, hace dos meses que no hablo con ella.

Llego a la casa de mis amigos, el Señor Julina, como tantos otros días. Les cuento mis experiencias, me dan sus puntos de vista positivos, y siento que la angustia se va marchando. Entonces suena mi teléfono y una voz dice: tienes trabajo. Es el último día del mes y he conseguido un trabajo para un año. Lo celebramos, bajamos a echar unas cervezas y nos tomamos un café en La Casa Inclinada. Les tomo una foto.


Miro la pantalla del teléfono y me sorprendo al ver que sus caras no están en blanco y negro. Les digo que voy a hacer café pero me meto en el baño y miro mis pupilas concienzudamente en el espejo. Me froto los ojos y la cara repetidas veces. Vuelvo a mirar la foto, pero nada, sus caras son reales. Julen ya no es Julián Casablancas y Kristina ya no es Coco Chanel. Caliento dos tazas de café y vuelvo al salón inclinado fingiendo normalidad. Entonces aparece Veganón y decido volver a hacer la prueba.


Íñigo tiene una cara que nada tiene que ver con la de un viejo roquero hippie de los setenta. 


El Señor Primigenio es fan de La Mandrágora y de Javier Krahe, pero su cara, al igual que la de su amiga Deba, también está a color. Tendré que acostumbrarme a esta nueva forma de percepción. Me siento en el salón preocupado, echando de menos tantas historias, y rápidamente Álvaro me sirve un plato.

 

Es el último día del mes y he conseguido trabajo. Álvaro me ha dado una comida riquísima que nada tiene que ver con el ramen, las albóndigas enlatadas, ni la pedrata. Es el último día del mes y lo he conseguido.

Por la tarde sigo pensando en mis genes, pienso en mis abuelos. Mi abuelo paterno fue falangista, llevaba una camisa azul y una gabardina de cuero negro resistente a las inclemencias del tiempo. En la batalla de Teruel fue apresado por el bando republicano. Lo subieron a un carro. Él sabía que la camisa azul le traería muchos problemas, así que abrochó los botones de su gabardina y con los brazos pegados al torso, fuera de las mangas, fue rasgando la camisa poco a poco y tirando los jirones a la carretera. Imagino un camino de jirones azules. Imagino los trozos de tela azul depositados uno tras otro, separados entre sí por unos cuantos metros de distancia, formando una larga línea serpenteante. Cuando mi abuelo llegó a los cuarteles de Valencia, descubrió su torso desnudo bajo la gabardina y alegó ser un simple miliciano. Le permitieron vivir. A él, y por tanto, a mí. Y yo estoy pensando en los jirones de tela azul cuando Deba me dice que va a dar un paseo y me ofrezco a acompañarla.

Los dos paseamos con mucha calma por el Casco Viejo, la ría, subimos hasta el museo Guggenheim, hablamos de arte, de Francis Bacon, de Egon Schiele, de Richard Serra, y de otros artistas que exponen o han expuesto en el museo. Cuando me despido de Deba recuerdo a dos anarquistas que conocí en Berlín, cuya mayor fantasía era la de dinamitar todos los museos. Recuerdo que conseguí convencerles de que si alguna vez conseguían su propósito, respetaran El Prado. Está bien, me dijeron, dejaremos El Prado en pie, por ti.

Así, imaginando el Guggenheim saltando por los aires, llego a la estación de autobuses a recoger a mi amiga Patricia que viene de visita. Nos juntamos en La Casa Inclinada con el Señor Amanecer y con Jonpollón, y los cuatro hacemos un brindis con una conocida marca de alcohol. ¡Por La Casa Inclinada! ¡Salud!


Ya no me sorprendo al ver la cara de Blanca a color. Ni la cara del Señor Maquinita, ni la de la Señora Ayala.


Cuando llega la hora de volver a casa y dejar las latas, decido que tengo que saludar a Jon en su bar. Hay bastante gente en el garito y Jon está sirviendo copas. Me ve en la barra y entre copa y copa, alcanza a contarme algo que le ha pasado hace un rato, pero con la música y el griterío no lo entiendo muy bien. Le tomo una foto.


Cuando al fin me tumbo en la cama, mi cerebro está en pleno proceso de ebullición. Pienso en que Negoción me había dicho que tenía intención de venir a celebrar mi nuevo puesto de trabajo pero que probablemente no le daría tiempo. Me pongo a pensar en muchos amigos e imágenes y me doy cuenta de que todo se está empezando a difuminar, de que justo cuando creemos que todo es nítido, es cuando la subjetividad del recuerdo empieza a hacer su trabajo, avanzando rápido. Que nada se repite dos veces de la misma forma y que el mayor enemigo del samurái es el olvido.


 



 





«Adiós.»
Sanjuro.