martes, 20 de septiembre de 2016

Día 20 - Tono

Hola. Ya llevo veinte días aquí. Cuando llevas veinte días metido en algo empiezas a formar parte seria de ese algo. Pronto tendré que dejar la Casa Inclinada, el trato al que llegamos Negoción y yo fue que me quedaba durante un mes. Ese mes se está acabando. Los días vuelan y yo me distraigo con facilidad. Soy capaz de hablar con un mendigo durante diez minutos. Me gusta darles tabaco. Dejarles un cigarrillo a los que duermen en los cajeros. No me siento mejor haciéndolo, ni tampoco soy mejor persona por ello. Es simplemente que me gustan los mendigos y los desgraciados. Supongo que ahora viene cuando explico por qué, pero tampoco sé explicarlo muy bien. Mirad, yo tengo una máxima para entender a las personas, que por cierto es algo que se me da bien, y no me estoy tirando ningún farol. No soy ningún súper hombre, no puedo leer la mente. Pero conozco algunos trucos. Mi máxima es: todo el mundo sufre. Podéis usarla, os la cedo. Cuando discutáis con alguien, recordadla. Todo dios sufre, y normalmente mucho. Y si no están sufriendo ahora, habrán sufrido lo suyo. Y sufrirán. Cuando comprendes esto, las personas son más fáciles. Es fácil tratar con un sufridor. Al sufridor le gustan las palabras amables, al sufridor le gusta que alguien intente entender sus problemas. A lo mejor me estoy fabricando una filosofía muy loca, pero creo que no he dicho nada absurdo. Quizás por eso me gusta los mendigos, son fáciles de entender y es fácil que te entiendan a ti, aunque la mayor parte del tiempo se focalizan en dar pena y pedir dinero. Estoy diciendo lo que he vivido. Historias de enfermedades en la boca que les impiden masticar, historias de viajes epopéyicos durmiendo al raso, historias de robos y abandonos. Siempre me pregunto hasta qué punto son irreales.

Digo mendigo pero quizás no es la palabra adecuada. Espero que se entienda a quien me refiero.

Hace días conocí a un mendigo portugués que me dijo que se moría de hambre y lo acompañé al supermercado para comprarle algo. Cuando estábamos llegando me di cuenta de que mi autobús salía en veinte minutos, así que le di unos pocos euros al mendigo y me marché. El mendigo me prometió que se lo gastaría en comida. Yo quería darte comida, pero no tengo tiempo, le dije. Así que te doy dinero. Haz con él lo que quieras. El viernes lo volví a ver parado en mitad de la acera, mirando el cielo con la boca abierta. No se movía ni una pizca. La gente pasaba al lado suyo, pero él permanecía ahí, mirando el cielo con la boca abierta. Estaba muy drogado.

Recuerdo que cuando era pequeño, una profesora de religión nos dijo: cuando das limosna, no puedes darla con condicionantes. No puedes pedir que no se lo gasten en vino. Si das dinero, permites a la persona ejercer su propia libertad. Aunque la libertad a veces es muy destructiva. Yo soy muy escéptico (siempre lo he sido) con el concepto de libertinaje. O con aquello de "la libertad acaba donde empieza la de los demás". Como si la libertad pudiera pervertirse, como si hubiera formas malas de ejercerla y formas buenas. La libertad es libertad. Punto. Aunque exista la muerte, el horror de la soledad, el daño autoinflingido. Tu puedes usar tu libertad para matar o para dar amor, por ejemplo. De ambas formas se está haciendo uso de ella.

Volviendo: la lluvia ha parado pero por la noche se sigue oyendo el agua. Todas las noches pasan unos limpiadores con mangueras muy potentes y limpian todo el suelo, esté sucio o no. Uno de los temas de los que quería hablar hoy es la higiene en la Casa Inclinada. Para mí es fácil vivir aquí porque sé que mi estancia es temporal, no me importa asumir responsabilidades. Además, siempre me ha costado mucho inmiscuirme demasiado en las cosas, siempre mantengo cierta distancia mental. Me gusta sentirme habitual y extraño, aunque eso signifique estar como una regadera. Eso me permite jugar, aunque quizás es una actitud inmadura. ¿Qué pasa con la higiene? Básicamente, la basura en la inclinada se va acumulando a lo largo del tiempo, hasta que un buen día hay una crisis. Creo que se produce una crisis cada diez días, aproximadamente. Yo llevo veinte días aquí y he vivido dos crisis. Sospecho que poco antes de llegar yo hubo una. Por estadística. Cuando hay una crisis de limpieza todo son idas y venidas por el pasillo, todos cogemos escobas y herramientas similares y nos ponemos a limpiar, ordenar, fregar platos. A la mañana he intentado fregar platos pero Jonpollón me ha llevado a la radio.

Vuestros muchachos en las ondas.


Hemos ido para hablar de un festival de música que organiza Jonpollón. Por cierto que me ha invitado a dos cañas y medio sándwich. Esa ha sido mi comida para todo el día. No he comido absolutamente nada más. Aunque me he echado un aurum a media tarde.


La verdad es que coma o no coma, siempre tengo hambre. No he comido nada más por falta de tiempo, básicamente. He pegado todos los carteles. Ya no me quedan. Culpa del Señor Maquinita que me dijo que los pegara de una vez, que tenía ganas de que escribiera sobre otras cosas. He ido a poner carteles a la universidad privada de la gran gran ciudad. Las imágenes de santos me hacen sentir incómodo. La gente estaba muy limpia. Los chavales y las chavalas iban muy arreglados. Camisetas que se veía a la legua que era el primer día que se usaban.


Pero el sitio es bonito. Las instituciones con malas connotaciones intelectuales suelen justificarse en el orden y la limpieza.

Por la noche el Señor Julina me ha invitado al cine. A ver una peli muy rara sobre un grupo de música que yo, personalmente, no conocía. Llamadme inculto. Por lo visto fue un grupo conocidillo en los años sesenta. Debió caer en el olvido porque no he oído nada de ellos nunca hasta hoy.


Y ahora estoy aquí escribiendo y mis ojos se están cerrando. Echo de menos a mi familia y a mis amigos de la pequeña y lejana ciudad. Luchar está bien pero cansa, aún así seguiremos en la brecha. No quería decirlo pero he aguantado desde el jueves con cuatro euros. Soy pobre, sí, qué pasa. Vivo bajo el umbral de la pobreza, esto me lo dijo Sr. Julina. Me voy a dormir.

¡Abrazos e inclinaciones!

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